Ahora que en Madrid se ha descubierto, gracias al festival organizado por Morante, una estatua de Antoñete, conviene recordar la historia con un semental en su finca de Navalagamella

El pasado 11 de octubre se descubrió frente a la Puerta Grande la Plaza de Toros de Las Ventas un monumento a un torero de Madrid, a Antonio Chenel «Antoñete». Fruto del empeño de Morante de la Puebla y con la realización de un festival, se pudieron sufragar los costes del monumento.

Un torero de Madrid que emprendió, sin triunfo, su aventura como ganadero una vez retirado de los ruedos. Una historia con un inicio esperanzador pero que, tras la muerte de su semental más fiel, se acabó de manera inmediata.

Pedro Gutiérrez Moya «El Niño de la Capea» y Antoñete eran íntimos, habían hecho el paseíllo en decenas de tardes. Este último llamó al salmantino para cometarle su idea, quería crear una ganadería de sangre murube. El empeño por el encaste viene dado porque en la temporada de su alternativa desorejó a un toro de Bohórquez que le dejó marcado.

Capea tenía una ganadería de este encaste y en un gesto de amistad y apoyo para la nueva ganadería, regaló a Antoñete un utrero de muy buena nota en el tentadero, de nombre Romerito.

Desembarcó el astado en la finca de Antoñete y poco a poco se fue haciendo a la finca. El diestro madrileño tenía por costumbre, tras realizar las tareas de la finca, sentarse en el cercado sobre un peñasco y fumar con los animales rondándole. Un día fue Romerito el que se acercó. Antoñete estaba con la cabeza agachada cuando un cuerno le tocó la punta del pie, subió la cabeza lentamente mientras se hacía a la idea de que el toro embestiría contra él y ahí acabaría todo.

Contaba hace años Julio César Iglesias en El Mundo las palabras que Antoñete que le recetó al toro: «Sé que no tengo escapatoria, Romero. Además no habría dónde ir. Puede que te arranques y que me eches mano. En ese caso estaré perdido: ya ves que la casa queda lejos y que no hay dónde resguardarse. Me quedaré aquí, esperando a que decidas por los dos. Y que pase lo que tenga que pasar». El astado se retiró y día tras día se acercaba, creando entre ellos cierta relación de confianza. Pasados los días, Antoñete le daba de comer bellotas de la mano a Romerito.

Una llamada intentó cambiarlo todo. Antoñete le dijo a Capea «no me has regalado un toro: me has buscado un amigo al que doy de comer, se acerca…», a lo que el salmantino alertó diciendo que no se confiara que eso «es una chaladura de ganadero nuevo» pero Antoñete no hizo caso.

Meses después, otra llamada en la que Capea le pidió de nuevo el semental. Los hijos de este habían dado muy buenos resultados (El Capea se llevó el premio a mejor ganadería de la Feria de Fallas con cuatro toros hijos de Romerito) y Antoñete le subió el toro a la finca de Salamanca.

Un toro diferente el que llegó allí. Mató uno de los caballos, estaba intratable, rompía cercados…y optaron por llevarlo a la finca de Extremadura, pero el comportamiento fue el mismo. Pasados dos años, tras haber cubierto los lotes de vacas, Romerito volvió a Navalagamella. La incertidumbre por ver la reacción tras dos años sin ver a Antoñete estaba presente.

Bajó del camión y Antoñete de espetó: «ven Romerito ven, ya estás en casa». El toro volvió a ser el mismo, sintiéndose en casa en la finca madrileña. Meses después, en el año 2004, un bulto incurable en el costado hizo que en verano falleciera el astado.

Al poco tiempo, Antoñete se deshizo de la ganadería y terminó, de esta forma el sueño que siempre había tenido. Sin embargo, dejó para el recuerdo una de las historias de fidelidad más importantes del campo bravo español.